Dejé correr la leche en su boca.
Me recordó a una cantante de arias
y su gesto parecido a la desesperación.

La piel se le puso transparente.
El descenso de una serpiente blanca
le andaba por adentro del cuerpo.

Al notar mi cara de espanto,
me preguntó si seguía siendo ella,
o qué diablos estaba sucediendo.

No tengo en mente mi respuesta,
tampoco sé cuántos años pasaron,
desde su última palabra,
hasta que me quedé en blanco.

Quería hacerle el amor a su fantasma.
Hablé con el aire y el vacío.
Fueron siglos de espera por la palabra
que sólo ella podía darme,
pero carecía de habla,
o le era difícil articular algo,
por tener la boca llena de leche.

Le pregunté si era dulce
y abrió los ojos con desmesura,
tragándose toda la luz
esparcida en el área.
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(*) Alan Mills. Guatemala.