Eurídice yacía en el césped olímpico.

La despertó una tenue melodía.

¿Quién era yo antes de sentir tu presencia?, musitó.

Has venido para conducir mi retorno a Tiamat, respondió él en voz altísona, tomándola en brazos, sujetándola contra su pecho.

Ella reclinó su cariz iluminado en brazos de su dios.

Suspendidos en una nube de vapor cuántico
vieron caer el muro
de metano hadesolímpico.

Nada más dulce que sentir la soledad de una estrella formándose de la nada.

Se besaron...

se precipitaron
a tierra.

El Eterno Durmiente exhaló su primera bocanada de luz. ¿Dónde estaban? ¿Qué perturbación del espacio había borrado la última frontera?

En el vientre de la Bestia
Abrieron los ojos.

La habitación de paredes anaranjadas era sólo una variación del pensamiento
No tenían alas ni vestigio de naturaleza polar.

Tu nombre será Jesús, susurró una dócil y cálida voz.

y después el temblor horrísono de los demás cuerpos celestes.

Eurídiceorfeo comprendió una vez más el prodigio de ser Orión
Primero descansaría
Tenía rubor y una consigna de amor en la noche

constelada de sus ojos.

El día sería largo.

Una mañana dispuso el sentido de su vida.
Respiró hondo y se echó a andar hacia el final del paisaje, consustanciado con todo cuanto podía percibir, silbando una jubilosa melodía entre los árboles más antiguos, precedido por una constelación de aves de fabulosa estirpe, en el valle de un pueblo que hoy viene a mi memoria.