Muñeca

I'll be over you era la canción favorita de Muñeca. La conocí una tarde camino al instituto: detuvo su Lambreta y mientras aceleraba me dijo Sube, te llevo. Sólo atiné a sonreirle y enseguida me trepé en el asiento trasero. Te he visto, estás en mi clase, le dije en el camino.
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Muñeca usaba mandalas de Oriente -alhajas herencia de su family, de origen chino-, shorts y jeans ceñidos que lucían sus albas piernas largas, tensas, ligeras. Sabía bailar Kung Fu y lo hacía bien (su padre había sido campeón sudamericano de este arte marcial). Recuerdo perfectamente la primera vez que la vi pelear, un atardecer límpido y algo bermellón de verano al estacionar la motoneta en el parqueo del instituto.

Una pandilla de niños ricos alienados nos había lanzado una pelota, que impactó directamente en el casco de la monitora Muñeca. Ella, obviamente, perdió el equilibrio, lo que nos causó una aparatosa caída sobre la rugosa pista con el riesgo de ser arrollados por algún otro vehículo motorizado.

Recuerdo bien la siguiente escena. César, ¿estás bien? -preguntó ella agitada-. Sí, todo bien -le respondí para tranquilizarla-. Se incorporó con agilidad felinesca y en menos de un segundo se puso frente al grupúsculo que hacía sorna de la chinita envalentonada... lo que vi después fue el rostro ensangrentado y amoratado de un pobre hombre joven, de aproximadamente 26 años, siendo arrastrado casi inconsciente por la pista ante la atónita mirada de los transeúntes. Nadie atinó a defender al infortunado, que nada hacía por defenderse. Recuerdo que, cuando se incorporó, estaba espantado y semidesnudo. Y así caminó hasta perderse en el tráfico psicostásico de la ciudad: aturdido, idiotizado. Nadie volvió a saber algo más de él.
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