
Mi Señor, tantas noches te esperé sedienta de tus brazos, tantos albas llegaron, y tú nunca. Hemos andado errantes mucho tiempo, sin rosa ni báculo, sintiéndonos extraños en nuestro propio mundo. Día tras día, el rumor de tu comunidad al despertar, y su silencio al anochecer, acunaron en mi corazón la aflicción de sentirme sola, en el mar de tu ausencia. Tantas noches soñé con abrazarte y decirte tanto, tanto. Quise hacer llevadero este océano, pero las noches fueron siempre de sal y gemidos. Soñé con alcanzar el viento, con respirar tu aliento entre mis sábanas. Te esperé noches enteras con los ojos llenos de arena: pobre alma la mía, con vocación de espera.


…Zípora, corazón, parte esencial de mi ser, es tanto el desconcierto y tan poco el tiempo que nos resta... todo desacierto podría multiplicarse y quedar inútilmente y para siempre impreso en las tábulas de nuestro próximo Amanecer.

Zípora tomó con ambas manos el rostro de su esposo, que contemplaba un puñado de arena tomado del suelo. Los granos desaparecieron entre sus dedos. Regresaron al desierto con la misma velocidad con que acaba el tiempo para cada hombre.

…Zípora, amor, tengo el mensaje del Crepúsculo grabado en mi memoria. Olvidaría todo sólo por dedicar mi tiempo a idolatrarte como es debido. Pero un rumor helado me cala los huesos, una nube de arena sepulta mi desierto cada noche. Debo tratar de iluminar este umbral, llenarlo con la sabiduría de los principios y los propósitos de la especie. Ayer, los destinos fueron trazados en lápidas de pergamino, y el viento barrió con ellos las calles de las ciudades de los ángeles. Nada vivo quedará sobre la tierra; las olas no encontrarán playa dónde morir, y las estrellas cesarán su brillo. Tengo ya ciento veinte años y no se me ha permitido entrar a la tierra de la leche y de la miel. ¿Qué puedo sentir, qué puedo pensar? Israel no debe confiar más en mí; soy peligroso para ellos, y ellos para mí. En mis últimos peregrinajes he sentido el abandono. Zípora, un príncipe me ha buscado. Un hoyo en mi ánima espera aceptar sus designios... mi tez palidece, mis labios, mis ojos. Israel no puede hacer nada. A mis hijos les brindo la oportunidad de ser inmortales y por ello también crueles. No sé si los condeno o libero como su más alto juez haciéndoles creer que han sido elegidos. Mi mente está cansada. Las noches, obscuros recintos de lo incognoscible, guardan el secreto de mi desazón: el incierto destino de mi nación, el orgullo de mi estirpe. Hubiese querido concluir la operación de la vida... pero estaré sujeto a las leyes del tiempo hasta resolver el álgebra del retorno... Del pecado de matar he nacido yo... ¡Yo, Israel!









Juntos retornaron al campamento, verberantes de luz. Antes de ingresar, Moisés cubrió su cabeza para no generar temor entre los israelitas. Acarició suavemente y como nunca antes a su esposa. Ella, por su parte, permaneció contemplándolo con devoción, sin decir palabra, entendiendo cada rayo de luz que se filtraba hacia ella como si leyese las órdenes de Dios sobre las Tábulas de piedra.
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